• Segurocracia, Reincorporación y Nuevas Subjetividades

    Los llamados procesos de Desarme, Desmovilización y Reintegración (DDR) de excombatientes, pueden verse también como parte de una serie de “tecnologías del sujeto”, como les llamara Michel Foucault, en donde los procesos de “reintegración” despolitizan la historia del combatiente (particularmente para quienes estaban alzados en armas contra el estado). Esta despolitización, y la maquinaria estatal que la impulsa, buscan la transformación de sí mismo (de alguien quien en todo caso vive bajo la égida de la culpabilidad inducida por un proceso mismo de “reintegración”). La paradoja es que esta mutación de sí choca con una sociedad que aún opera en los registros del conflicto, y que por diversas razones no absorbe al excombatiente que tiene que poner en escena su arrepentimiento.

    Para un Programa de Estudios Críticos de las Transiciones Políticas, los procesos de DDR son vistos como dispositivos que producen un tipo de sujeto que, en su propio proceso, reproduce las fracturas entre el pasado y el presente-por-venir, entre la violencia que queda atrás y el presente de “reinserción”, domesticación política y buena ciudadanía. Hay un tipo de sujeto que emerge de este proceso, acoplado al sistema productivo como piñón de una maquinaria, el Estado transicional que re-habita el capital global, que reinstituye labores asignando oficios a través de programas técnico-educativos. Además, una plétora de preguntas emerge producto de este proceso y que amerita problematizar: no obstante, el itinerario de cambios que asume el sujeto que atraviesa la maquinaria de la desmovilización y reinserción, también vale la pena preguntarse por lo que continúa o por lo que dicha tecnología esconde. ¿Qué quiere decir, en el ámbito inmediato, “reinsertarse”? ¿A qué sociedad se reinserta? ¿Cuáles son las condiciones reales, cotidianas, de ese proceso? ¿Hasta qué punto no se reproduce el tipo de inclusión a través de otras formas de exclusión, distintas a la auto-exclusión producto de la toma de armas contra el Estado? ¿Qué hay de implícito en el término “re-inserción”?

  • Estudios Sociales de la Ley

    Como se sabe, la aplicación de leyes de Unidad Nacional y Reconciliación (el eje del concepto de escenario transicional en Colombia) gesta una serie de procedimientos que involucran diversas instituciones, y que requieren organización general: en el contexto de Justicia y Paz, por ejemplo, sesiones de versión libre, audiencias públicas, audiencias de imputación de cargos, audiencias de control de garantías, incidentes de reparación, al igual que el diseño de innumerables formularios de registro que posibilitan su funcionamiento. Adicionalmente, además de estas formalidades, también se dan otros escenarios donde abogados, funcionarios o víctimas (entre una gran variedad de participantes) se encuentran, a veces de manera informal como en las cárceles, complementando procesos oficiales.

    En este orden de ideas, en una renovada antropología de la ley, la mirada se pone en las lógicas de sentido y acción inherentes no sólo a sus mecanismos formales, sobre los cuales una vasta literatura ya existe, sino a la serie de espacios sociales y relaciones intersubjetivas que se dan por efectos incluso indirectos de la aplicación de estas leyes. El acercamiento a la ley, a la puesta en marcha de una ley, se concentra en el escenario cotidiano, que en general está estructurado no sólo por una serie de roles específicos y enmarcados en una serie de regulaciones y estandarizaciones que delimitan el encuentro “legal”, sino por los contenidos de las intervenciones, por la estructura discursiva, por sus mediaciones de diferente orden, por sus preformatividades, y por los ensambles de prácticas asociadas al uso de diversos equipos humanos especializados como investigadores criminales, topógrafos, perfiladores criminales, antropólogos forenses, historiadores, psicólogos forenses.

    Pero ¿dónde se puede observar la cotidianidad que la ley finalmente produce o articula? ¿Qué resía lo que dentro de este proceso se puede llamar el “ámbito de la vida diaria”? (Schutz, 1973). Esta perspectiva puede, por ejemplo, entender –fundamentada en la observación etnográfica– el ámbbito de lo que constituyen dichas territorialidades, sus estructuras formales (temporales y espaciales), en el carácter simbólico del lugar donde se desarrollan las “diligencias”, las maneras como se apropiapan estos lugares y se establecen intercambios entre diversos actores como “víctimas” y “victimarios” a la vez que la negociación de sentidos o la asignación de contenidos sociales de conceptos concretos como “verdad”, “reparación”, “justicia”. Es decir, el proceso legal “abre” y a la vez “cierra” escenarios de interacción donde se establecen concepciones del pasado, de la historia, o de la verdad (histórica, judicial, subjetiva entre otras posibilidades). Configura “eventos”, “hechos”, “casualidades”, y los pone a circular a través de diversos canales utilizando múltiples mediaciones teconológicas (Ross 2002; Merry 2006a;  Laplante y Theidon 2006; Anders 2007; Greenhouse 2006; Hinton 2010).

    En otras palabras, una antropología de la ley y su relación con el escenario transicional se encarga de entender estos conceptos, estos procesos, en tanto artefactos sociales, históricos y culturales. En cierta forma es el vértice producto de una antropología del Estado, de sus lenguajes e instituciones y de la política pública; una etnografía de la producción de verdades, archivos y documentos, y sobre todo, una etnografía de las fronteras y relaciones entre sus formas de exterioridad e interioridad: no sólo aquello que cae dentro de su ámbito formal sino aquello que es paralelo, tangencial. 

  • Fricciones entre Desarrollo y Transición

    El elemento central en este análisis, y que hace parte de la idea de la transición como dispositivo, tiene que ver con la necesidad de indagar a fondo la articulación de la economía política de la transición. Usualmente, como se ha constatado en diversas latitudes, dado que en muchos de los procesos de “transición” –al preocuparse por cuestiones de orden político (cambios constitucionales, reglamentación del proceso electoral, etc.)–, aquellos elementos relativos a la violencia estructural (a las conexiones entre diferencia y desigualdad y las maneras de acumular riqueza) no hacen parte de procesos de negociación política. Hay una prevalencia del discurso de los Derechos Humanos, del sujeto liberal, de la libertad individual, y una preocupación por el poder político-Estatal. El desarrollo de una economía de mercado es evidente e incuestionable. Sabemos que las llamadas transiciones son siempre un movimiento teleológico hacia una democracia inserta en la economía de mercado global, en el capitalismo contemporáneo. Éste es su presupuesto.

    En contextos donde en el sustrato de la guerra se encuentra este desbalance estructural, ¿cómo se puede explicar que esto no haga parte del debate sobre la transición en sí misma? En este contexto, ante la desaparición de la violencia estructural como ámbito de debate sobre la transición en Colombia, emerge la necesidad de aplicar “políticas de desarrollo” para sobrellevar y administrar la pobreza, la desigualdad y la inequidad: o lo que los tecnócratas llaman “reducción de la pobreza”. Estas políticas –llamadas de “desarrollo económico” (local y nacional), de “creación de riqueza” y generación de empleo– van paralelas a las políticas más reconocibles como transicionales y que se preocupan por corresponder a los estándares de justicia, verdad y reparación. Cabe preguntarse por esta relación en contextos de “posconflicto interno” como Nicaragua, El Salvador, Guatemala, donde la transición implicó un cesación de la confrontación militar y una continuación de la pobreza extrema.

    En el caso colombiano” suscita muchos interrogantes ¿Qué relación hay entre cambios y proyectos de ley en áreas tan diversas como política agrícola, la ley de Víctimas, los tratados de libre comercio, la política educativa, la llamada “locomotora minera” y la economía global? ¿Cuál es la economía política de esta “transición” y en qué consiste la relación entre “desarrollo” y transición? ¿Hasta qué punto los proyectos de desarrollo, la política macroeconómica (macro-proyectos o proyectos productivos de gran escala), la exaltación de supuestos valores ciudadanos y nacionales, son continuidades históricas más que fracturas con el pasado violento? ¿Cuál es la relación entre la ley de víctimas, la “regularización” (comercial) de la tenencia de tierras, la apertura de mercados inmobiliarios y la política petrolera o agroindustrial?

    Así mismo, pero íntimamente ligado con lo anterior, una antropología del desplazamiento forzado y de los procesos de reasentamiento y violencia inducidos por el “desarrollo”, por sus proyectos estratégico-industriales, no sólo agrícolas sino extractivos (y sus procedimientos de apropiación de tierras), y sus conexiones históricas con grupos armados. En Colombia, como se ha demostrado, hay una relación específica entre expropiación y grandes cultivos de palma africana, la explotación petrolera y el paramilitarismo, al menos en algunas zonas del país. En estas lógicas de la guerra continúa la necesidad de seguir estudiando las relaciones entre estas esferas sociales, sólo que en el contexto de una política que moviliza proyectos económicos concretos –a través de un plan de desarrollo–, en el marco de leyes usualmente aplicadas a los denominados escenarios transicionales.

  • Las Producciones del Pasado

    Uno de los problemas más complejos que enfrentan las sociedades después de violentos conflictos giran en torno a cómo entender o dar sentido a un pasado marcado por el “daño”. En este terreno concreto, existe la necesidad, por razones empíricas, de entender el espacio creado por una micro-política del recuerdo y una macro-política de la administración del pasado. Comprender las texturas del pasado implica, de alguna manera, no sólo entender las causas y las consecuencias de la guerra, ni señalar estadísticamente el número de muertos, desaparecidos o torturados, sino también comprender la manera como personas o comunidades concretas, en momentos históricos particulares, tratan de reconstruir los significados asignados a la vida en general y fracturados por la violencia. De ahí la importancia de entender cómo se articulan las experiencias de las víctimas de la violencia y los aparatos conceptuales, institucionales, estéticos que lo hacen posible, a través de procesos de investigación y esclarecimiento, de la promulgación de leyes e instauración de órganos de investigación y recaudo de información histórica. Estas leyes (Leyes de Unidad Nacional, de Reconciliación Nacional, de Esclarecimiento Histórico, de Justicia y Paz, entre muchas otras denominaciones y posibilidades) no sólo determinan el propio horizonte de su investigación sino que pueden ser vistas como formas particulares de comprender el pasado.

    En este sentido, las sociedades, después de conflictos armados, tratan de buscar caminos para enfrentar sus efectos. Los cuales son difíciles de definir: la desarticulación de comunidades, la fragmentación del individuo y la sensación de ansiedad y zozobra permanentes que esto conlleva; la destrucción de la infraestructura social, y todas aquellas dimensiones de la vida social que son casi invisibles ante la mirada pero que son fundamentales: la confianza que se deposita en el otro, la solidaridad que se requiere para tener una sociedad, las identidades y diferencias que son parte de lo que define una comunidad en cuanto tal, la manera como personas específicas se imaginan el futuro y planean para conseguirlo (Castillejo 2000).

    La diversidad de formas de enfrentar ese pasado, con sus complejidades, tensiones, aplazamientos, encuentros, ausencias e historias inconclusas, son material de debate social, de escenarios concretos donde concepciones de la verdad, de la reconciliación, de la culpabilidad y de la victimización –no obstante limitadas por marcos legales o institucionales más generales– se negocian (o se disocian), buscando órdenes de significados colectivos. Por supuesto, detrás de estas palabras está no sólo la palabra (“el decir”, “el hablar”, y “la enunciación”) como único vehículo “del recordar” –dicho genéricamente–, sino también el silencio y el olvido –no sólo en sus sentidos más negativos sino como formas de articulación del pasado– como horizonte de posibilidades.

    En este sentido, este pasado es interpretado a través de una serie de lenguajes o modos de hablar socialmente aceptados que una coyuntura particular hace legítimos. Es una arena de significados que cambia también, no obstante los hechos fundamentales estén aclarados, de una comunidad a otra. Cómo se experimenta y cómo el pasado aún cohabita con el presente es una cuestión compleja cuando se mira desde la perspectiva de la vida cotidiana. En cierta forma, la construcción de un relato colectivo sobre los orígenes o las causas de la violencia se hace desde el presente, con las limitaciones y las múltiples agendas políticas en boga, con las instituciones que de alguna manera lo administran, tales como los centros de memorias nacionales y locales. Los contextos que son producto de estas formas de enfrentar el pasado son escenarios de consensos y de disensos complejos donde se ponen en juego múltiples interacciones. La reconstrucción del pasado es también un ejercicio social, no ocurre en el vacío sino en ámbitos cotidianos.

    En pocas palabras, las Ciencias Sociales tiene un reto muy particular: un balance entre las micro-políticas de la palabra, los protocolos y escenarios políticos y culturales de recolección, y las macro-políticas del testimoniar. Un equilibrio entre la necesidad de una reconstrucción histórica llevada de la mano de la palabra y la recopilación testimonial de mayor envergadura, en cuanto a la real capacidad de esclarecimiento (en función de la víctima), a la vez que un distanciamiento crítico del proceso en sí mismo, para tratar de entender la manera como el pasado puede ser, paradójicamente, un escenario de configuración de sentidos y dispositivo de poder legitimador de hegemonías en desarrollo.

  • Remendar lo Social

    Visto desde la perspectiva de un Programa de Estudios Críticos de las Transiciones, los espacios sociales que constituyen la transición en la práctica son un campo de poderes, de discursos expertos, de aplicación de conceptos establecidos. No obstante la estandarización y aplicación de procedimientos, en la realidad se da un encuentro entre estos conceptos y sus puestas en marcha, por vía de las burocracias instaladas para tal fin, y la experiencia social que se adapta, contrapone, cuestiona o asume aquello proveniente del Estado en forma de política pública o cooperación internacional, etc. Dado que esta es una zona de encuentro y desencuentro, una forma en que el dispositivo transicional opera, radica precisamente en la instauración técnica, a través de teorías del daño y la reparación, de esta dialéctica entre la fractura y la continuidad. Hay ciertas formas de violencia reconocidas e intervenidas, situadas en epistemologías concretas donde conceptos como “daño” (moral, psicológico, etc.), “reparación” son aplicados. Hay otras que no, y en ese sentido, no son ni reparables ni inteligibles: daños históricos y crónicos, por ejemplo. Aquí emergen una serie de preguntas centrales en ese proyecto de Estado, Nación y Capital que es la transición.  ¿Qué querría decir violentar una persona o una comunidad? ¿Dónde comienza lo físico y dónde termina lo simbólico, o cuándo se confunden? Y cuando el tiempo pasa, después de ocurrir hechos casi inimaginables, ¿cuáles son sus marcas, sus heridas? ¿Cómo aprenden las sociedades a reconocer estas heridas como heridas? ¿Dónde está la violencia, dónde está la “cicatriz”?: ¿en el pasado, en el presente, en el futuro? o ¿en la comunidad?, pero ¿en dónde exactamente?; ¿en el cuerpo marcado de la persona?, ¿en el “cuerpo” de la comunidad? Y, ¿en qué consiste este cuerpo?; y ¿dónde se encuentra?, ¿en qué consisten estas comunidades de dolor? (Serematakis 1991).

    Esta serie de preguntas difíciles de contestar, y aparentemente triviales, hacen parte del elusivo campo de lo que los psicólogos, en sus diferentes vertientes teóricas, han llamado la experiencia traumática, o lo que en Colombia se denomina, más bien con cierta vaguedad, el daño. Se habla entonces de daño colectivo, de daño moral, del recuerdo del daño, entre otros. Aquella experiencia humana que, en su multiplicidad de posibilidades vitales, fractura la vida y el orden del mundo mediante el cual se navega en la vida cotidiana. Trauma, en su etimología latina, significa herida. Así, como todo trauma (en un sentido tanto técnico como más general), como toda herida, como toda cortada, un daño a la integridad del cuerpo, de la mente o de la comunidad (por múltiples razones), requiere algún tipo de reparación. Sin embargo, la pregunta sobre cómo se define la herida y cómo se define su reparación es un asunto más diverso de lo que con frecuencia se considera en los ámbitos expertos.

  • Residuos y Desechos Tecnológicos de la Guerra

    Uno de los elementos centrales del confrontamiento armado es la preocupación por los rastros y los restos que los conflictos armados, las guerras, las dictaduras y las violencias de diferente orden dejan en el paisaje existencial de los seres humanos. En este sentido, sitúo estas huellas en tres formas concretas de experimentar la violencia, obviamente entre diversas posibilidades: la primera, la violencia vivida como una “fractura”; la segunda, como la instauración el “silencio”, como “modo de articular la experiencia”; y la tercera, como la cohabitación con la “ausencia”. Una preocupación por la violencia, al menos desde una perspectiva que privilegia la subjetividad —en sentido fenomenológico— se concentra en estos elementos interactuantes. A manera de ejemplo, esta preocupación por estos diferentes pero íntimamente relacionados registros se cristalizan en problemas y experiencias concretas: serían estas etnografías de las fracturas —como en el caso del desplazamiento forzado en Colombia— (Castillejo, 2000; 2016), etnografías del silencio en tanto forma de articular la experiencia —como en el caso de las memorias de asesinatos selectivos en Ciudad del Cabo—(Castillejo, 2009; 2013) y las etnografías de las ausencias presentes, por ejemplo cuando se habla de la desaparición en Colombia o en México (Castillejo, 2014 2016, 2017).  Cabe decir, sin embargo, que todas las experiencias de la violencia en alguna medida implican la yuxtaposición de estos registros del dolor y configuran un complejo entramado vital situado históricamente. Por ejemplo, hablar de desplazamiento conlleva, directa o indirectamente, a hacer legible las experiencias de fractura comunitaria, del silencio como supervivencia, y de la ausencia en forma de abandono del ámbito de lo íntimo.

    Y aunque cada uno de estos temas (fractura, silencio y ausencia) son en sí mismos potenciales “áreas” de investigación vis-a-vis formas concretas de violencia, el estudio de los restos, residuos o rastros tecnológicos de la guerra y las nuevas formas de habitabilidad plantean necesariamente (cuando vistas orgánicamente) una mirada integrativa. Para empezar, emergen una serie de preguntas ontológicas: ¿qué es un resto, un residuo, una rastro, un desecho, o una ruina? ¿Y cuál es la relación entre estos objetos del mundo-de-la-vida? Y la pregunta más concreta: ¿qué es una “ruina”? ¿O qué es la “ruinación” o el acto de convertir “algo” en “residuo”, o en “desecho”? (Navaro-Yashin, 2009). Y por el otro lado, también emerge la pregunta por lo que constituyen las palabras “tecnológico” o “técnico”, no sólo en el ámbito de lo objetual, maquinal y material (que los estudios sobre conflictos y paz suelen resaltar) sino también su vinculación incluso con el campo de lo conceptual.

    Sobre la base de esta preguntas ontológicas, también surgen dos grupos de preguntas empíricas: por un lado, al hablar de “residuos tecnológicos” no sólo hablamos de artefactos (humanos y no-humanos, y sus historias de configuración, circulación, al igual que sus modos de agenciamiento) como minas antipersonales o “rompepatas” (quizá el tema más evidente en el contexto de los debates sobre seguridad y paz), artefactos explosivos improvisados y artefactos explosivos no denotados (y no improvisados),  sino también otro tipo de artefactos que quedan a medio camino: casquillos de balas, basura mecánica, autos abandonados y calcinados, tanquetas obsoletas, armas inutilizables, machetes, e incluso el tráfico internacional de armas, etc., y la manera como todos ellos, en los galpones o en la selva, constituyen parte del paisaje temporalizado de la guerra, del conflicto, de la desaparición, y del desplazamiento. Son objetos que fungen, en cierta forma, como testimonios de guerra, aunque sean legibles de muchas maneras.

    Por otro lado, también tenemos los impactos y las redes de relaciones que generan estos artefactos: las territorialidades, corporalidades y modos de enunciar que atraviesan la experiencia humana del habitar el mundo (Heidegger, 1994; Pallasma, 2016; Cassigoli, 2010). Es decir, los restos y residuos nos hablan de formas particulares de la fractura, de silencio y de las ausencias. Aquí por supuesto el paisaje arruinado (el del desplazamiento o la desaparición) es el del territorio fragmentado, con la tecnología (en tanto necropolítica y biopolítica) como la signatura del poder, es el cuerpo de la persona o la comunidad rota y lo que queda de aquella ruptura: la intimidad, la integridad, la projimidad, así como también sus objetos en tanto restos: la camisa, los zapatos, las fotos, los girones abandonados en medio de la huida. La pregunta en este contexto es ¿cómo habitan los seres humanos y sus rastros estos lugares, en estos cuerpos, estos espacios? ¿Cómo habitan los artefactos, las ruinas, y los restos estos territorios, estas corporalidades? ¿Cómo se configura este paisaje arruinado, este habitar?

    Precisamente al conectar residuo, paisaje, y restos tecnológicos no solamente hablamos del objeto-mina antipersonal (por la acción guerrillera, por ejemplo) que zonifica territorios o los desechos de bombardeos del ejercito en zonas estratégicas que taponan el campo (o el mar) con huecos y munición sin estallar. También hago referencia a los objetos ruinados por estas tecnologías, a los paisajes producidos por estas tecnologías (materiales-conceptuales): son restos, son ruinas de lo social, son rastros (no son desperdicios, ni basura ni residuos) necesariamente: el cuerpo sin pierna, el cuerpo desintegrado, los retazos de la ropa en el camino, las intimidades extrañadas en forma de cosas, afectos y sensaciones, las comunalidades emergentes, y las supervivencias y elasticidades. Es una ecología de todos estos elementos.

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